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27 octubre, 2017 Comments (1,600) Ciudadania

California, una extensión de la patria

Para muchos mexicanos y mexicanas, regresar es sólo un sueño/En lugares, como el Valle de Salinas, las amenazas de Trump no hacen mella

Por Juana María Soto/SemMéxico

CALIFORNIA, E.U. 27 de octubre del 2017.- Vivir en California es, para muchos mexicanos, como vivir en una extensión de la patria esencial: cuando en 1848 este territorio fue arrebatado a México como botín de guerra, ya estaban allá 300 mil personas de origen hispano. Ya estaban allí cuando llegaron las carretas de los anglosajones y otros emigrantes europeos, que tomaron, por la buena y por la mala, el control de la economía y de la política.

Gracias al arduo trabajo, en general mal pagado, de los y las mexicanas y otras minorías, California es en nuestros días, la sexta economía mundial. Emporio agrícola, industrial y tecnológico, en cuya base social la inmigración ha jugado un papel fundamental

Gracias al arduo trabajo, en general mal pagado, de los y las mexicanas y otras minorías, California es en nuestros días, la sexta economía mundial. Emporio agrícola, industrial y tecnológico, en cuya base social la inmigración ha jugado un papel fundamental.

En nuestros días, cerca de cuatro millones de mexicanos y mexicanas viven en California y, si somos justos, muchos de ellos gozan de un buen nivel de vida, justo resultado de su esfuerzo de muchos años.

Trece de julio de 2017

En el aeropuerto de Oakland, California, me esperaban Anabel Ibáñez y su hijo Mateo, de 15 años, hija y nieto de Dalila Vargas, miembros de una familia originaria de Pueblo Viejo, una comunidad ubicada cerca de Zinapécuaro, en el estado de Michoacán. Esta familia de 11 miembros empezó a emigrar en los años 70. Dalila y Edilcia Vargas fueron de las últimas en llegar al Valle de Salinas, en California. No se fueron por carecer de tierras en México: eran dueños de bosques heredados de sus padres, don Guadalupe Vargas y doña Matilde Durán, un matrimonio de los de antes, que les inculcaron a sus hijos e hijas el respeto a los mayores, el amor al trabajo, la disciplina, y sobre todo la unidad familiar.

Como muchos mexicanos y mexicanas, se fueron con la idea de trabajar duro, ganar dólares, construir una casa en su pueblo y regresar algún día al terruño, sueño que casi nunca se cumple, porque sólo pensar en el regreso es cuesta arriba; el regreso es algo que siempre se pospone….Sí, por supuesto, visitan a los parientes cada diciembre, traen regalos a los que se quedan; han construido sus casas, bien hechas, de tabique, al estilo americano, pero el regreso no se produce. Las casas están allí, vacías, el pueblo permanece semidesierto, sólo habitado en su mayoría por ancianas y ancianos, mujeres, niñas y niños que esperan crecer pronto para largarse al norte.

De los 11 miembros de la familia Vargas, sólo dos se quedaron en Pueblo Viejo y todos los demás ya echaron raíces en el próspero Valle de Salinas, conocido en el mundo entero por sus lechugas, frutas y otras verduras de calidad. Los primeros llegaron cuando todavía era relativamente fácil cruzar a la Unión Americana para trabajar en el zurco. Se emplearon en el cultivo de los campos, trabajando con horarios de sol a sol. Sus hijos e hijas, mientras, fueron a la escuela y actualmente ya tienen una profesión o tienen empleos bien pagados; sus nietos, algunos por descuido, hablan poco español.

Anabel Ibáñez nació en Acámbaro, Guanajuato, y desde pequeña se la llevó su mamá Dalila a vivir a Salinas. Actualmente, es una activista de 40 años de edad, que estudió ciencias políticas y cuando joven participó en las batallas de César Chávez y Dolores Huerta para organizar a los y las trabajadores agrícolas de la región y mejorar sus condiciones de trabajo, lucha que dejó ciertos frutos que hacen la vida más llevadera a los que llegan en estos días. Anabel vive en San Francisco con David, músico profesional que viaja con diferentes bandas, y Mateo, de 15 años, hijo de ambos, estudiante que también lleva la música por dentro, integrante de una banda juvenil.

Tuve la oportunidad de disfrutar una de sus presentaciones en la Plaza Unión de San Francisco. Ahí en una tarde llena de sol, nos congregamos personas de todas las nacionalidades y el grupo nos hizo bailar al son de cumbia, salsa y otros ritmos. Fuimos a la escuela donde Anabel labora como trabajadora social, atendiendo a familias hispanas; nos llevó al barrio mexicano, donde todos los letreros de los negocios están en español y encuentras todos los productos mexicanos, desde una hoja de maíz para los tamales hasta carnitas de Uruapan.

Emocionada porque volvería a ver a mis amigos y amigas de la infancia, partimos hacia Salinas, California, para asistir a la fiesta de 15 Años de la hija de Anaberta, que se llevó a cabo en un campo de golf; ahí conocí a las hijas e hijos (unos habían nacido allá, otros llegaron muy pequeños), nietas y nietos de mis amigas y amigos. Todos bien, después de una ardua vida de trabajo. Poseen sus muy buenas casas, carros último modelo, buenos trabajos. Horacio, el mayor, primero en llegar a estas tierras, se empleó como trabajador agrícola; ahora toma y lleva las muestras de agua y tierra a los laboratorios de la empresa de su hijo, donde se analizan para prevenir que el agua no esté contaminada y la tierra no tenga bichos raros.

Larga fue la plática sobre su suerte y destino allá en Salinas. La música de fondo. Alegres, dicharacheros, para nada les preocupa el veneno que se destila en Washington contra los inmigrantes. La policía local sabe que son gente pacífica y trabajadora, respetuosa de la ley, y desde luego, los agentes no mantienen relaciones de colaboración con la migra; Salinas es lo que se llama una “ciudad santuario” y dicen que lo mismo pasa en toda California.

Me llamó mucho la atención que en su ámbito, las balandronadas, advertencias y amenazas tuiteras de Donald Trump no han tenido mayor efecto y que no hubiera queja, cuando menos en su comunidad, contra los cuerpos policiacos. Parece ser que en el caso de California, Trump se topó con pared. Aquí a nadie asusta. California no es Dakota del Norte.

Un poco de historia

California es un estado que ya era grande antes de ser incorporado a la Unión Americana como botín de guerra en 1848. Allí habitaban, dispersos y lejos de la atención de los gobiernos virreinal y de los que ya en la época independiente de España le siguieron.

Cuando la Alta California nos fue arrebatada, en comunidades chicas, misiones y rancherías, vivían 300 mil personas de origen mexicano, quienes un día se despertaron siendo “gringos”. Sufrieron la agresividad de los sajones, colonizadores prepotentes, armados, para quienes la vida de los habitantes originales no tenía valor. Los despojos de tierra eran el problema común.

Dicen que el primer colonizador que llegó al norte de América fue un noruego, en 1600; le siguieron oleadas de inmigrantes que procedían del noreste de Europa, Inglaterra, Irlanda, Alemania y Escandinavia. Durante 300 años llegaron miles de migrantes, muchos huyendo del hambre, la escasez de tierra de cultivo, o la persecución religiosa. Los ingleses no sabían qué hacer con sus delincuentes y decidieron vaciar sus cárceles de asesinos y ladrones, así que los subieron a los barcos y los mandaron a América, o sea que no todos venían por su voluntad.

En Norteamérica, los y las inmigrantes encontraron las mejores tierras del mundo para la agricultura, para el pastoreo de todo tipo de ganado. Sobraban abundantes y caudalosos ríos que irrigaban fértiles valles; había oro, plata, cobre, carbón, hierro, petróleo y todas esas riquezas que regala la naturaleza. Los primeros colonizadores llegaban en barcos: para pagar su pasaje al capitán, los hacían firmar una escritura y los llamaban sirvientes escriturados, que eran vendidos por 5, 7 ó más años. El capitán cobraba por ellos hasta cumplir el plazo, y hasta entonces eran liberados.

La mayoría se integraban o formaban grupos de colonizadores; las tierras que iban ocupando, las más de las veces a sangre y fuego, eran espacios que los indios americanos, los llamados “pieles rojas”, sus ocupantes originales, huían para salvarse de los “mataindios”, tipejos de negra leyenda que los gringos de hoy homenajean como si fueran héroes. Los inmigrantes se posesionaron de ellas. Muchos mexicanos y mexicanas fueron despojados sin que nadie actuara a su favor.

Posteriormente, la mano de obra ya no fue suficiente y se inició el tráfico de esclavas y esclavos de África que eran vendidos en las colonias. Gran negocio: en esa época muchas familias inglesas hicieron sus fortunas con el tráfico de seres humanos.

La segunda oleada de inmigrantes llegó principalmente del sudeste europeo, Italia, Rusia, Austria, Hungría, Polonia. En los primeros tiempos, cuando Norteamérica constituía una colonia de Inglaterra, esta vio la oportunidad de deshacerse de personas indeseables, y por cientos los embarcaba y enviaba a América.

De vuelta al presente

Hace poco viajé de Houston, Texas, a Kansas City, en un autobús garrita de la Greyhound. Mi compañero de asiento era un hombre de 40 años, originario de un ranchito cerca de La Piedad, Michoacán. De su dicho, era la quinta vez que pasaba sin papeles; lo deportaban y se volvía a meter. Me decía: “las dos primeras veces me brinqué por el río; las tres últimas, por el desierto; pasé hambre, sed, y en ocasiones sufrí agresiones, golpes de gente mala que me robó lo poco que llevaba; pero también conocí gente buena, que me daba comida, agua, y un lugar donde descansar. A estas personas yo le estoy muy agradecido”. Al mismo tiempo que me contaba su historia, me enseñaba sus pantorrillas con heridas todavía frescas de su última caminata por el desierto.

Él, Artemio García se llamaba, era el sustento de su madre y padre, ya grandes, de su esposa y sus tres hijos que se quedaban en México. “Cuando me vine por primera vez no tenía nada en México: ni tierra, ni casa, ni trabajo; el hambre y las carencias eran cosa de todos los días; ahora, gracias a Dios, tengo mi casa, mis hijos ya no pasan hambre. Valió la pena arriesgarme y lo seguiré haciendo mientras pueda”.

Un señor ya sesentón, campesino de Oaxaca, Hilario Gómez, que viajaba para trabajar en un obrador de pollo me decía: “quédese a trabajar; yo luego le consigo trabajo allí donde yo voy; todavía está maciza, solo que tiene que cortarse las uñas para destazar el pollo.”

Las historias de esos mexicanos que viajaban en el autobús coincidían en que lo más difícil era dejar a sus familias y el miedo de que les pasara algo y no volver a verlas. Pero la necesidad del trabajo, ganar algo de dinero y mandarlo a México para el sustento de sus familias era más grande. En su terruño no hay trabajo ni apoyos para los campesinos, concluyen.

 

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