El origen ideológico de la “Peninsularidad” y la “Campechanidad”
Por Héctor Malavé
Pero el hombre transforma su tradición con el tiempo, va mejorando la calidad de los conocimientos para su subsistencia, es entonces cuando los guardianes de la tradición se rasgan las vestiduras, no porque conserven el conocimiento, sino porque se quedan con la “cáscara” ritual
¡Atrévete a pensar!
Kant
La tradición proviene del sustantivo latino traditio, y a su vez del verbo “entregar” un conocimiento. La traditio perennis son los contenidos sapienciales que se encuentran presentes en las culturas de los hombres, aun cuando cambien las épocas, según definió el filósofo francés René Guenon.
Y de alguna manera tiene sentido pedagógico conservar la tradición como un ritual para una comunidad, no por la conservación misma del ritual, sino por la información útil para que la comunidad pueda subsistir, pero cuando un conocimiento es superado por otro, es indiscutible dejar de lado la autoridad de la tradición por un saber nuevo (no significa dejar de considerarla como parte inicial de un conocimiento en continuo cambio).
Pero el hombre transforma su tradición con el tiempo, va mejorando la calidad de los conocimientos para su subsistencia, es entonces cuando los guardianes de la tradición se rasgan las vestiduras, no porque conserven el conocimiento, sino porque se quedan con la “cáscara” ritual.
Cuando Jesús salvó a una persona -oveja- en sábado, los fariseos lo amonestaron, refiriéndose a la violación del séptimo día (Lucas 14:5). Y esto es porque no hay tradición que subsista, si no existen “feroces guardianes de la tradición”, generalmente sacerdotes y en su versión moderna, intelectuales y científicos.
No es de extrañar que los sabios, como Vicente Aleixandre, le otorguen a la tradición una vitalidad por sí misma, incuestionable y acrítica, sacralizada, asumiendo una posición ideológica muy conservadora desprendida de toda realidad. Un gran candado al cambio, cualquiera que sea la forma que tome.
Muchas veces, la historia demuestra que la conservación de la tradición es más importante para los sabios, intelectuales, sacerdotes, pastores y científicos que trabajan para el Estado organizado, que el conocimiento mismo, porque finalmente su función es establecer un vínculo orgánico entre la tradición de un pueblo y la identidad del mismo, de tal forma que tradición es sinónimo de identidad.
En su acepción vulgar, identidad es aquello que hace diferente a una comunidad con otra por medio de valores y costumbres. Pero la identidad entendida en términos filosóficos, es otra cosa, es la mediación del sujeto cognoscente y el objeto conocido (Por ejemplo: El agricultor sujeto y la tierra objeto), por medio de la actividad de su fuerza intelectual y física que integra la unidad, por lo que esta relación produce al hombre de la creación.
La creación es un momento dilatado de la racionalidad. Es un concepto de “identidad dinámica” que acepta el cambio, la apertura y la diversidad. No es una “identidad estática” con los valores metafísicos del trabajo, sino con el trabajo mismo, esto significa culturizar: “identidad creadora”.
Por lo que entonces, la cultura viene de “cultivar la tierra”, la primera revolución cultural y científica del hombre fue el descubrimiento de la agricultura. En México, el proceso de nixtamalización del maíz como ingeniería antigua para obtener la masa y una gastronomía “universal” que dio una identidad cultural a Mesoamérica, más allá del ritual cultural y religioso, fue un acto creativo complejo y largo, que provino de las relaciones sociales de producción entre los hombres y la tierra, aun cuando los mayas, en el Popul vuh, pensaron que Gucumatz los formó del maíz.
Por lo tanto, la cultura es la manera de relacionarse a través del trabajo con el mundo que los rodea y su forma de apropiárselo, y de ninguna manera, los frutos de ese trabajo son la cultura, sino el producto de la cultura – frutos que finalmente perecen con el tiempo-, lo vivo es el trabajo creador de un pueblo, mientras más libre éste sea, más culto será. Por lo cual, los artistas y arqueólogos estudian los objetos para acceder al conocimiento del trabajo antiguo, es para conocer sus técnicas de elaboración.
Valoramos los objetos prehispánicos, no por ser objetos en sí mismos, sino porque fue la manera que encontraron para resolver su identidad con la naturaleza, por medio de una estética y una industria de trabajo. El comercio laboral y la enseñanza de las técnicas trasmitidas antiguamente de maestro a discípulo, vía oralidad, es la madre del lenguaje complejo, por eso cuando estudiamos una cultura, lo correcto es decir que le damos lectura a una concepción del mundo.
Pero no se entiende así.
Un ejemplo claro de la inversión del producto y el trabajo creador lo observamos, cuando en las ciudades Patrimonio Cultural de México valoramos más el patrimonio material que el patrimonio humano, lo que constituye una “alienación cultural”. Pero, para mí, tiene más prioridad el patrimonio inmaterial, no en su dimensión platónica, sino en las técnicas de trabajo, como el tallado de la cantera, el bordado, el tejido, la producción de alimentos y su evolución larga y dolorosa, etc., más que el resultado en sí mismo.
El corolario político es la exclusión de los creadores de sus creaciones, la privatización del patrimonio y la expulsión de los creadores de lo que son sus sitios. Octavio Paz, como intelectual orgánico que era, definió poesía de manera idealista, como una unidad estética en sí misma, liberada de su creador, incluso del papel que la soporta.
Pero la cultura no está liberada de la política del Estado ¿Qué relación tiene la cultura con la política?
En este sentido, los intelectuales formales tienen un papel importante para la elaboración de políticas culturales de Estado. Justo Sierra Méndez y José Vasconcelos, a nivel nacional, se dieron a la tarea de forjar “el espíritu de la nación”, formar una “ideología nacional”, el “fortalecimiento de una identidad nacional”, por medio de la educación y la creación de un sistema educativo, por lo cual ya nos movemos no en el terreno de conservar la tradición cultural, sino en reformarla. Entonces, la recuperación del pasado prehispánico tenía un valor en relación con la lectura del presente moderno, tanto en su versión Porfirista, como Callista.
Por lo tanto, “identidad” se confunde con “ideología”, a tal grado que se vuelven sinónimos, porque el pueblo en sí mismo no se autodefine, sino finalmente depende de una tesis exterior y un discurso aglutinante que lo defina. Héctor Pérez Martínez recuperó la visión del pueblo indígena maya y su sufrimiento en sus Caminos por Campeche, pero sólo es a través del Estado posrevolucionario, cómo este sufrimiento del pasado colonial podrá resarcirse, la vía es entonces la educación, la alfabetización y el paternalismo.
En 1947, continuando el proyecto cultural de Pérez Martínez, Eduardo Lavalle Urbina encomienda a su hermana María Lavalle Urbina coordinar la campaña de alfabetización, y al mismo tiempo, encargó a Rafael Perera Castellot la dirección del Reproductor Campechano, su objetivo fue promover las letras locales y una identidad regional, que nombró como “Peninsularidad”, concepto que incluyó a Yucatán, por ser ambos “pueblos de un mismo origen étnico”.
En 1999, debido a la polaridad entre laydistas y leales al régimen de José Antonio González Curi, crearon el término de “Campechanidad”, con el fin de reconciliar la polarización social que dividía a la entidad: un fin superior, la idea de Campeche, seria factor de unidad.
La definición desde arriba de lo que “es” Campeche no es en manera alguna identidad, sino ideología pura y dura. El discurso sería magníficamente explotado por Fernando Ortega Bernés, al definirse como “Campechano”, los otros candidatos no lo eran, sobre todo los carmelitas, luego vinieron los “once Campeche”, ignorando que hasta los mayas venían de diferentes partes, y finalmente, “el turismo cultural”, o la cultura como mercancía, que es el significado actual de lo cultural en tanto que consumo, que tuvo como representante en aquellos años a Vania Kelleher.
Es evidente que las definiciones de identidad local han cambiado, y que no es la raza, ni el lenguaje, ni los valores, ni la religión lo que definen la identidad de un pueblo, sino su manera de transformar con su trabajo la selva cálida. Lo que hace el discurso oficial o esta definición oficial de identidad es romper la relación que guarda el creador de su creación. Es inobjetable que en Campeche hay diferentes concepciones de ver el mundo: mayas, mestizos, menonitas, libaneses, descendientes de criollos, guatemaltecos, chinos, coreanos, españoles, sudamericanos, mulatos, poblaciones venidas del norte del país para trabajar en la explotación de la madera, el chicle, el petróleo etc., avecindados y muchas veces viviendo en esferas comunicativas aparte, los puentes se abren con sus formas de relacionarse sin mediación impositiva de un conjunto de “signos artificiales” creados ex profeso por intelectuales, sino en la realidad actuante, práctica y viviente.
La segmentación laboral productora de toda cultura en Campeche aglutina a los diferentes grupos en una, sí, identidad política y práctica, que impone la geografía de la región: el trabajo del campo. Todos los grupos coindicen en el trabajo del campo, ya sea como productores o como propietarios, arrendadores o arrendatarios locales, necesariamente separados en dos culturas, la cultura del amo y del esclavo, en termino hegelianos. La historia de los vencederos y de los vencidos como lo refiere Walter Benjamín en sus Tesis de la Historia, la cultura de la colonización y de la liberación, en su libro Filosofía de la Liberación.
¿Cómo se oculta la realidad?
Los “intelectuales mayores”, Justo Sierra O´Reilly, Joaquín Baranda Quijano, Justo Sierra Méndez, Héctor Pérez Martínez, Jorge Carpizo McGregor, tienen acceso a los documentos históricos y grandes bibliotecas privadas heredadas de las viejas familias pudientes a las que pertenecieron.
Revisaron el pasado cuidadosamente y lo definieron en términos de identidad nacional o regional. Por su puesto, gozaron de un presupuesto público que otorgó el príncipe en turno, sin el cual no hubieran podido dedicar horas y horas al trabajo arqueológico. Los filtros son por intereses de clase, si quieren difusión y reconocimientos, premios, membresías, trabajo académico, publicaciones y divulgación académica, deben saber hablarle al oído al príncipe, como señala Maquiavelo, de lo contario, su trabajo es letra muerta.
Joaquín Claussell, cuestionando la hegemonía barandista, tuvo que ir al ostracismo. Así es como surgió la “peninsularidad” y la “campechanía” en la época de Eduardo Lavalle Urbina y José Antonio González Curi, por eso Gramsci los define en su Formación de los Intelectuales como intelectuales de una clase en particular, orgánicos, que cumplen con un papel específico.
Los “intelectuales menores” son un ejército élite de especialistas que reproducen el paradigma conceptual y las categorías oficiales de sus maestros, sin cuestionarlas. Carlos Justo Sierra Bravata, en su “Historia General de Campeche”, y José Alcocer Bernés, en su “Historia del Ayuntamiento de Campeche”, presentan una visión lineal y evolutiva, libre de contradicciones, en la alcaldía y el estado; Enrique Pino Castilla, en “La Revolución en Campeche”, su bisabuelo fue un caudillo de la Revolución, víctima de las circunstancias; Silvia Molina, en su “Héctor Pérez Martínez en la intimidad”, lo presenta como un mártir del proletariado y no como un ideólogo del PRI; Fausta Gantús, en su “Ferrocarril Campechano”, presentó a la familia Carvajal, como entre las grandes modernizadores de Campeche, no como latifundista y explotadores de las haciendas; José Alberto Abud Flores, en “Después de la Revolución”, su abuelo es víctima de Castillo Lanz, lo cual es cierto, prácticamente es un mártir, pero se olvida que le dio la espalda a Felipe Carrillo Puerto cuando lo asesinaron. Hacen prosa poética de sus antepasados, gobernantes de Campeche. Su función es enriquecer el “Gran Relato” y aterrizarlo con los funcionarios y sus estudiantes, por lo que tienen un pie en la academia y otro en las instituciones administrativas de la “burocracia cultural”.
“El Gran Relato” cumple con dos funciones ideológicas específicas: “coagular el cuerpo social” y construir un “proyecto antropológico”. Ambos conforman una “veladura ideológica” que da cuerpo a un “discurso político”, que legitima al príncipe en sus actos, aun los más irresponsables y en el cual todos participan, comunicándolo. Es represivo, porque salirse de su “esfera comunicativa” es sinónimo de exclusión y locura. Es “conformante”, porque modela, incluso “viste” y “ritualiza” las ceremonias políticas.
Para realizar las disciplinas de estado producto de su “política cultural”, en lenguaje foucaultiano, la burocracia cultural se vale de una doble burocracia “el aparato educativo” y el “aparato cultural”. La “política cultural”, hija del “Gran Relato”, se reproduce en el sistema educativo infantil de manera lúdica, pero no ingenua, por medio de una pedagogía modeladora de costumbres, esta fue la función de María Lavalle Urbina.
En la “burocracias culturales”, se establecen normativas estéticas y temáticas que privilegian a los artistas que las cumplen, Domingo Pérez Piña fue precisamente un pintor de este orden cultural, Brígido Redondo en la poesía. Aquellos que no las cumplen, por supuesto no llegar a ser “artistas profesionales”. Transcurrido el tiempo considerable para su aplicación en las artes y la educación, el convenio determina al sujeto a su debido cumplimiento jurídico.
La gran cultura, en cambio, revolucionaria, viene del trabajo de los jóvenes críticos artistas, la revolución cultural es una tercera propuesta para definir la identidad de Campeche como algo esencialmente dialéctico, que encuentre la racionalidad en su trabajo creativo identificado con la materia, que busque en el pasado una relación crítica, y desmonte la alienación cultural formada por los intelectuales orgánicos, la libere de su conservadurismo y también de la idea gradualista que sólo por medio de Estado se puede reformar la cultura, y no a partir del creador mismo.